Aquella muchacha, a la entrada del cementerio General del Sur, reparó poco en los escoltas. Prefirió ser fiel al dolor que lleva entre pecho y espalda para aferrarse al cuerpo del Presidente y zarandearlo con el vigor de un reproche. Ella fue la garganta del pueblo. En ella se escuchó la voz de un país cansado del desangre y el luto. Le gritó a todo pulmón a la cara de quien, ante sus ojos y a la luz de la Constitución, es el responsable del peor mal de estos tiempos: “¿Hasta cuándo, Maduro?”.
El Presidente, sudoroso en esa aciaga noche caraqueña en que lloró al diputado Robert Serra y a su acompañante, también vociferó en respuesta. Quizá fue impotencia al verse abrumado por una epidemia generacional de miles de muertes violentas. Quizá fue un tanteo para ver si, en un golpe de suerte, hallaba en la sabiduría de esa joven mujer la vacuna definitiva a esa cruel enfermedad de balas y saña. En la improvisación espetó una frase pestilente a incompetencia: “¿Qué quieres tú que yo haga?”.
Cuando contó la anécdota, ya frente a los ataúdes de Serra y María Herrera, volvió a rugir el descontento entre los centenares de personas que les rodeaban. “¡Mano dura!”, le murmullaban a sus espaldas. “¿No me acusan de dictador por tener a los fascistas presos?”, se defendió, pretendiendo reducir la inseguridad a una disputa a sangre y fuego entre rojos y azules. Y entonces halló coro entre aplausos y vítores cada vez más roncos: “¡El pueblo está arrecho y quiere bajar, la muerte de Róbert la tienen que pagar!”.
Y se le ideó otra contesta que le expuso: “Hay que abrir el alma para que sea el propio pueblo quien dé las respuestas (a la criminalidad)”. Maduro se puso el traje de aquel doctor que en plena pandemia, tras tomar pulso y chequear los síntomas, recurre a los familiares del paciente para consultar el tratamiento. Una confusión de competencias. Un Poncio Pilatos in the making. Una desfachatez.
La fórmula del Gobierno, mientras, es grosera y se repite mientras agonizan decenas de miles de venezolanos a manos del hampa: asesinan a un venezolano notorio, ahora sí hago mea culpa, me aprieto los pantalones, reunión de gabinete, un enésimo plan de seguridad y luego promesas que se desvanecen gota a gota de sangre. Ocurrió con Mónica Spear, pasa con Serra y acontecerá de nuevo cuando no se tiene otra respuesta más vergonzosa que esa: “¿Qué quieres tú que yo haga?”.
“Me agarraba duro y me zarandeaba, nos gritamos cara a cara, y me gritó y yo le dije: ‘¿qué quieres tú que yo haga?’. Aplico la máxima de nuestro comandante Chávez: decir la verdad, abrir el alma para que sea el propio pueblo quien dé las respuestas”.
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